Hace días recibí mi segunda dosis de la vacuna contra el COVID-19, en el EBAIS (Equipos Básicos de Atención Integral en Salud) del distrito de San Rafael de San Ramón (Costa Rica), apenas a unos 600 metros de donde vivo.
La vacuna es solo una excusa o justificación para escribir de la propia experiencia o de lo que acontece. Este hecho, me queda claro, no va a motivar a nadie; en la situación actual en el mundo las motivaciones ya son “passé”. La muerte que ha traído este virus nos ha afectado a cada uno de nosotros; entonces los hechos son suficientes, nos conmina a hacerlo.
Un fenómeno -del cual una vasta mayoría ha sido testigo- es cómo la desinformación ha cobrado miles de vidas al alejar a personas en riesgo de la oportunidad de vacunarse. En el Perú sería anecdótico si la maledicencia de estas acciones no hubiese cobrado un alto costo de vidas. Los perpetradores van desde un profesional de medicina que sugirió lavarse las manos con saliva u orines hasta un venido a menos “periodista” acusado de pedofilia que no merece nombrarse, pero que -es de todos conocido- su inclinación por la difamación y escasa pulcritud de su labor. De este fenómeno también ha tomado parte el ciudadano común que, haciendo uso de las redes sociales y convencido de su rol de proveedor de primicias, ha diseminado cientos y miles de informaciones tendenciosas y escasas de todo rigor científico: las “fake news” de la pandemia.
Todo esto sumó a enturbiar la mente, demorar y negar la oportunidad de que la vacuna llegara a quienes más la necesitaban. No es poco considerar a mucha gente adulta mayor negarse de manera enfática y rechazar su aplicación basada en los miedos exacerbados por los desinformadores.
Estos elementos disuasivos se han dado en todos los países sin excepción; también en Costa Rica, donde me radico actualmente, así como en el Perú donde, lamentablemente, ha sido más virulenta la proliferación y diseminación de estos engaños.
En Costa Rica, el manejo y control de la pandemia ha sido ejemplar, a diferencia de Perú que, hay que decirlo, al igual que la mayoría de países, no se encontraban preparados para enfrentar esta crisis sanitaria sin parangón; no obstante, fue más aguda al estar el sistema de salud peruano sumamente deteriorado, sin la capacidad para atender las necesidades básicas, asimismo, por los errores del estado peruano en general y del gobierno en particular que denotaron una parsimonia y laxitud en la toma de decisiones que con el tiempo mostrará en su real dimensión el costo en vidas y salud de millones de compatriotas.
Mi lectura no es más que la del ciudadano común en dos realidades distintas. Si bien la frase “las comparaciones son odiosas” puede ser no válida en lo personal, lo es en un análisis, simplemente, para sopesar y discernir lo positivo de lo negativo.
Siempre hay que poner las cifras y datos en contexto: dos países que retratan dos realidades distintas, tanto en lo geográfico, político y social.
Costa Rica surgió a la independencia de manera pacífica. Su primer jefe de estado fue José María Castro Madriz, un comerciante, maestro y político costarricense. Muy por el contrario, el Perú logró su independencia con derramamiento de sangre. El virreinato más rico de América se le escapaba de las manos a la corona española, y no lo dejaría ir de manera fácil. Estos precedentes nos podrían dar una idea de cómo fueron evolucionando las jóvenes repúblicas en el siglo XIX.
Ambos países llegarán a su bicentenario en este año, con apenas unos pocos meses de diferencia, no solo en el tiempo, sino también diferencias en los índices de desarrollo económico y humano.
La economía peruana es la quinta mayor economía de América Latina. En términos de producto bruto interno, tuvo un ingreso per cápita nominal de $7.047 en el 2019. La costarricense es la décima segunda economía de América Latina en términos de producto interno bruto y su ingreso per cápita nominal hasta el año 2019, según el FMI, es de USD 13.192 dólares.
Sin adentrarnos mucho en temas económicos, comparativamente, el Perú es un gigante en materia de PBI, pero sus ingresos per cápita apenas llegan a la mitad de la pequeña Costa Rica, y el tema de la distribución de la riqueza o la reducción de la pobreza salta a la vista en la calidad de vida y de los servicios que son sumamente superiores.
El asunto de la pobreza y de la incapacidad del estado para proveer siquiera los servicios básicos a la población más necesitada, pareciera a todas luces, no ser por los ingresos, sino que esta diferencia se origina en la distribución de estos.
Repito: dos realidades distintas, tanto en sus orígenes como naciones como en su desarrollo; enfoques diametralmente opuestos que, quizás, se originan en su fundación y en diversos factores como su sistema político progresista, composición geográfica, étnica, social y geopolítica. De este último factor depende, por ejemplo, que las inversiones en materia de salud, educación y seguridad social sean prioritarias en Costa Rica. En Sudamérica el mantenimiento de numerosos ejércitos condiciona parte de los recursos que se deben al bienestar genera. Perú no es ajeno a esta condición, por el contrario, esto es un capítulo superado con la abolición del ejército en Costa Rica desde 1948, y en Panamá desde 1990, solo por citar otro país que adoptó esta singular medida.
El Perú está en un momento político crucial en estos días. Yo diría que hasta histórico. Son los temores de una sociedad tradicionalmente conservadora y melindrosa que se opone a los cambios que demanda su misma población, bajo la argumentación y narrativa del “comunismo”.
Se podría asegurar que cualquier partido que hubiera enarbolado las reivindicaciones de las clases menos favorecidas hubiera accedido al poder. El “comunismo” no es más que el sambenito que se le ha asignado al que “amenaza” a las elites tradicionales en su hegemonía, sus feudos o predios.
La incapacidad para evaluar, prever, vislumbrar e interpretar ese reclamo histórico, ha devenido en lo que estamos viviendo hoy por hoy en nuestro país.
En nuestra provincia, distrito o centro poblado, las necesidades básicas para crecer como ciudadanos y desarrollarnos como personas son magras o inexistentes, sin abastecimiento de agua potable, sin desagüe, sin fluido eléctrico, sin calles pavimentadas, sin transporte adecuado. La precariedad es nuestro apellido.
¿Qué expectativas tenemos los peruanos ante el futuro, ante el bicentenario? Muy pocas a corto plazo, creo yo, si tenemos en consideración un quinquenio absolutamente desperdiciado tras la mayor mezquindad política registrada en este nuevo siglo. El miedo inaudito infligido y administrado por el poder mediático le ha causado un daño inmensurable a nuestro ya alicaído orgullo. Llegaremos al 28 de julio maltratados en lo emocional y en lo político. Llegaremos debilitados por el egoísmo, por la estrechez visionaria de alguien que se arrogó un derecho que nunca ganó, y que con ello intenta arrastrar a toda una nación al despeñadero con el único propósito de evitar un juicio que no pinta bien ni para ella ni para su círculo político más cercano.
Estamos entre el civilísimo versus el caudillismo, el orden constitucional ante la anarquía, el respeto ante el atropello, la decencia ante la delincuencia organizada. El país necesita un recambio de liderazgos y una reforma urgente de cómo se hace política y de cómo servir a través de ella.
Los peruanos estamos hartos de los vividores de la democracia. Sin ir muy lejos, miremos nuestro alrededor; sí, aquí mismo en Paita, ustedes los conocen, ustedes han sido testigos de cómo la corrupción ha socavado nuestras instituciones provinciales, con nombre y apellido. Son aquellos que se resisten al cambio porque eso implica desaparecer. Ellos lo saben por eso odian a quienes se lo recuerdan.
El futuro es incierto, pero no debe existir el miedo. Si al terminar esta agotadora jornada pudiéramos tener la certeza que parte de esa corrupción llegará a desaparecer, si al cabo de todo este tiempo nos llegamos a liberar de esas ominosas cadenas de oprobio de una casta política que sometió a nuestro país por más de 20 años, una casta que aún se ceba en nuestras debilidades como nación; si así fuera, habremos dado un paso firme en la consecución de un mejor mañana para los peruanos.
¿Cuál elemento será el gran catalizador que logre amalgamar y fortalecer nuestro anhelo de seguir construyendo en unión nuestro país? ¿La búsqueda del bien común o el egoísmo? ¿El interés popular o el particular?
La autocrítica debe surgir tras la vorágine de estos días, en ambos lados; algunos tendrán que hacerlo desde la oposición y otros desde el ejecutivo; y, aunque estemos en aceras opuestas, todos tendremos que transitar el mismo camino. No es posible ni se debe permitir el repetir un periodo ni por asomo parecido a lo que ya nos tocó vivir en este último quinquenio. Los peruanos de hoy y las generaciones venideras merecemos mejor que eso. ¡Mucho mejor!