No he visto en otras latitudes (desde el Río Bravo hacia el sur) la proclividad hacía las juramentaciones, sesiones solemnes, aniversarios, convocatorias, felicitaciones de cumpleaños, entrega de medallitas, limones y a veces caballa como en nuestra muy folclórica Municipalidad Provincial de Paita y no lo digo solamente por esta administración actual que ya casi ostenta un récord Guinness en la materia, sino porque a través de muchos años y gestiones, peores que buenas se mantiene esa práctica que pareciera usar de manera alegre y dispendiosa alguna parte de los magros recursos ediles y esfuerzos administrativos, no sé si será por el axioma febril de engañar al enemigo, al respetable o a sí mismos, la falacia de aparentar lo que no se es, donde todo es fiesta y alegría y así debe continuar, ¡En la alegría compañeros!
Somos diferentes, somos de la lampa no de la estrella menguante.
Las minucias improductivas en una sociedad como la nuestra más necesitada de pragmatismo y acción proactiva son como los opioides que nos aletargan y distraen de lo importante y medular, y mientras exista celebraciones y abrazos mutuos y felicitaciones recíprocas y palmaditas en el hombro seguiremos hablando de museos que no tenemos, de patrimonio arquitectónico que ninguneamos, de chovinismo infértil con frases acuñadas de grandeza falaz, “puerto bioceánico” el camino al desarrollo que no llega, no es la ruta de la seda de Marco Polo, pero es la de la soja a la China decían y apelaremos a la prístina blancura de la luna y nos arrogaremos su propiedad, seguiremos entre calles estrechas y cochambrosas, aireadas en democrática fetidez gracias a EPS (sin Grau), ¡No merecen llevar ese nombre! Seguiremos calándonos los “yunces“, contrabando cultural tras los cuales se parapetan los borrachos y fiesteros consuetudinarios de nuestras estrechas calles, y serán protegidos como patrimonio intangible de la cultura febril y pachanguera.
Defendamos los “yunces” a ultranza, son del pueblo se escuchan voces y arengas, herencia campesina de la Zepita y de Puerto Nuevo en una simbiosis única del agro con el mar bañados por abundante licor, festividad del pueblo y se arrancarán las vestiduras y los hijos criollos de Baco darán vítores al temple y valor de quienes los beatifican en los salones municipales.
Recibiremos al bicentenario con fiestas, celebraciones, padrinazgos y donaciones y el profeta dirá “haiga” clientelismo y este se hará ley en la piedra.
Seremos la última frontera, seremos objeto de análisis, el paiteño divaga entre la dicotomía de la pachanga o el progreso, entre el “yunce” y el bienestar.
Miro pausado un balcón que se aferra a morir entre cables y anuncios publicitarios, entre el ruido de altoparlantes y el aroma penetrante de las fritangas y el siempre presente desamor de las cosas bellas que están frente a nuestros ojos y que nuestra cansada y no tan alerta conciencia las esquiva; mientras sorteamos torpemente los agujeros del pavimento nos convencemos de que estamos perdiendo la batalla, ya no encontramos sosiego y menos refugio para el alma herida y cansada en medio de este desenfreno, en esta bacanal de algarabías citadinas.
Se pueden cerrar los ojos, pero el sentimiento de frustración persiste, nos encaminamos hacia el este y nos alejamos del mercadillo persa en que se ha convertido nuestra vía principal.
Cierro mis ojos y veo niños con portaviandas apresurando el paso en el cálido sol de mediodía, veo los parques solitarios y toscos y desvencijados algarrobos y apetecidos tamarindos, veo parqueado el taxi rojo vivo y alargado de Varguitas tan largo y delgado como él y algunos señores con sombrero de duradero fieltro gris disfrutando la sombra de la plaza de armas y el silencio del cenit que era bálsamo cotidiano para los paiteños de entonces.
Abro mis ojos y una lágrima de dolor se escapa, me doy cuenta de que no es un sueño, me doy cuenta de que es febrero del 2020, que estoy despierto y la realidad hiere más que la pesadilla.