Creo que tendría unos 4 años en esos días, debe haber sido esa edad, mi padre aún trabajaba en los barcos cañeros, no sé en cuál de ellos, pero ese era su oficio, en una oportunidad me había llevado a uno de estos “bait boats”, embarcamos en el Toril, me pasaron a una de las “fripsas” embarcaciones de desembarco adquirida de material sobrante de la marina de los Estados Unidos y que hacían servicio y transportaba personal a los cañeros surtos en la bahía paiteña. El característico ronroneo de los poderosos motores de la otrora veterana de guerra se convirtió en un rugido una vez que se echó a andar, ese rugido se podía escuchar con tremenda fuerza en la tranquilidad de la bahía paiteña, los tripulantes de pie se inclinaban ligeramente con el balance de esta al moverse en dirección al barco, yo, en cambio, me sujetaba a las extremidades inferiores de mi progenitor, mi imaginación infantil me decía casi en modo de pánico que caería por la borda si no me sujetaba lo suficientemente fuerte, mientras que los demás muy seguros de sí mismos encaraban el mar en el corto trayecto.
Abordamos por el lado de babor como se estila, en la cubierta la actividad y preparación para el próximo viaje era notoria, observé al señor Ríos quien era nuestro vecino y otros más con el torso desnudo ayudaban a vaciar los sacos de sal en los tanques de agua de mar para preparar la salmuera, el chorro de agua que circulaba de color oscuro indicaba una alta concentración de sal. Los tripulantes me saludaban y mi padre orgulloso me mostraba a sus compañeros.
¡Ven conmigo! – y sujetándome por la mano me hizo ingresar en el comedor-, el cocinero con su gorrita blanca y delantal me saluda, un perro pequeño se acerca moviendo la cola, mi padre lo acaricia, me alcanza un pedazo de pan y me indica que le dé un trozo al pequeñín, le decían “Baby” su dueño era Joe Souza el capitán, aunque a decir verdad, mi padre lo llevaba a la casa y lo alimentaba, el perro también tenía su día de franco y salía a tierra, esos momentos son mis primeros recuerdos de la figura de mi padre y su trabajo en el mar.

En esos primeros años de mi niñez, mi padre solía llamarme por el apelativo de “pelao”, lo veía esculpir con gran minuciosidad tallas de figuras marinas en los dientes de cachalote, llevar a casa una réplica de un cañero, llevar peces de colores en una pecera y maravillarnos por eso, llegar con regalos de algunos viajes que hacía a Panamá, sin duda era la figura paterna imponente que brillaba con luz propia y yo lo admiraba por supuesto.
En la pequeña casa en que vivíamos había un estrecho pasillo que daba a la cocina, en esta una pequeña mesa donde mis hermanos menores se sentaban a almorzar, mi padre ordenó que a mí me sentaran en la mesa grande del comedor, y colocaba la réplica del cañero que había construido frente a mis ojos y así yo tomaba mis alimentos, embelesado por la hermosura de la embarcación a escala, mis hermanos observaban desde el fondo la rutina diaria de la cual ellos estaban vedados.
Vivíamos entonces en la parte baja de la casa de mi abuela materna, un pequeño aposento de dos habitaciones y un amplio corral vacío que servía de tendedero, por el mismo accedíamos también a la parte posterior de la segunda planta a través de una escalera.
La puerta de nuestra casa en la tercera cuadra del Jirón Independencia era de dos hojas y una de ellas dividida en dos mitades, la mitad superior se abría y dejaba entrar la luz, la mitad inferior era como la reja que nos contenía, meridiano con pestillo, con mi escasa estatura a duras penas podía observar la calle, quizás si me esforzaba y me empinaba podría ver la gente que transitaba por ella y también a través de la puerta abierta el biombo de los Carolinos al frente. Esa puerta era nuestro único acceso al mundo exterior, la pequeña sala era para mí y mis hermanos nuestra zona de juegos, unos muebles forrados en cuerina barata, al lado un tornamesa y unos parlantes cubiertos por una tela rugosa, -yo mismo lo hice- decía orgulloso mi padre tratando de impresionar sin disimulo, mientras incrementaba el volumen, destacaba el sonido agudo de las trompetas y trombones de una “big band“. Después de muchos años la volví a escuchar por accidente y la reconocí, era un álbum de acetato de Brazen Brass de Henry Jerome, el solo volver a escuchar esa música me transportó en un instante a esos bucólicos años de mi infancia.
Mi padre caminaba de la sala y por el pasillo hasta el fondo de la casa, usaba un gorro de lana negro, con barba de varios días, lo observaba con nerviosismo yo sabía que estaba pronto a marcharse, de pronto tomó su “sea bag” de lona dura y áspera que esperaba por el cerca de la puerta, movió la media hoja sin abrir y se echó la bolsa sobre el hombro luego se encaminó por la calle hacia el este, me apoyé en el marco inferior y asomé la cabeza hacia la calle, apenas logré verlo cuando doblaba hacía el malecón por la esquina de la casa de los Redhead. El pánico y la desesperación y la angustia se apoderaron de mí.
Se fue, lo perdí de vista, me dejé caer en el suelo entre el borde maltrecho de linóleo y el rojo ocre del cemento e irrumpí en un agónico llanto como si la vida se fuera con él, y los gritos desgarradores llamando a mi padre, no recuerdo cuánto lloré, debe haber sido mucho porque del cansancio me dormí.
Transcurrió tal vez una hora o más y de pronto escuché su voz inconfundible nuevamente, mi madre le contó del momento que había pasado, mi padre se acercó y me habló y sonrió, ¡Qué alegría! Por algo circunstancial este se había visto en la necesidad de regresar a casa, quizás olvidó algo, no sé, nunca lo sabré, pero para mí fue como una victoria, en mi imaginación infantil siempre pensé que había llorado tanto y tan fuerte que mis gritos de niño habían llegado hasta el Toril y que mi padre los había escuchado. Eso tuvo que ser supuse y no tuvo más opción que regresar, si debió haber sido eso.
¡Victoria! Triunfé, sí, creo que fue de alguna manera una victoria, pero victoria, pírrica si se quiere, al final y llegada la noche y con cauteloso sigilo mi padre siempre se hizo a la mar.
En el silencio prístino de la mañana siguiente, se escuchaba nuevamente el fuerte rugido de las “fripsas” surcando la bahía del Toril al Fiscal.
¿Te acuerdas?